En la mayoría de las
presentaciones, dícese del momento en que un conocido nos introduce con una
persona hasta el momento desconocida para nosotros, es muy común que utilice la
inofensiva frase: Te presento a mi amiga, mi hermana, mi novia, mi esposa, mi
vecina, mi jefe, etc.
Al parecer esta frase
es socialmente aceptable pero ¿lo es ontológicamente? Yo sé que la lógica de
pensamiento nos hace concebir a las personas en relación a nosotros, sin
embargo esta acepción anula completamente la esencia otro, entonces las
personas con las que convivimos solamente son
en relación con el vínculo que mantienen conmigo. ¿Es eso válido o simplemente
es una forma del lenguaje?
La situación se agrava
cuando el recién presentado nos introduce con una tercera persona y se refiere
a nosotros como la amiga, compañera, vecina o lo que sea de su conocido, muchas
veces (la mayoría) no se aprendió nuestro nombre, en caso de que éste haya sido
mencionado.
Estas formas sociales,
podrían percibirse como una falta de respeto, toda vez que no toman en cuenta
que no es lindo referirse a las personas como objetos (la mesa, el libro, la
botella) y dejan a un lado que todos los seres humanos somos algo más y tenemos
muchas características más importantes que el vínculo que podemos guardar con
las personas con que convivimos.
Para la fortuna de
todos nosotros, cuando nacemos tenemos el derecho a tener un nombre el cual nos
identifica y hace más específicos con los apellidos. ¿Porque no referirse a
nosotros utilizándolo? Yo particularmente prefiero que quienes me conozcan me
relacionen al menos con mi nombre (ya con el tiempo se darán cuenta de lo
maravillosa que soy –aja-) y no me asocien a un título impuesto por mi relación
con quien nos presentó.
Hay algunas personas,
sino es que muchas, a las que les gusta que les cuelguen los títulos,
particularmente si se trata de sus logros. Disfrutan mucho que les digan
Doctor, Licenciado, Maestro, Comandante, Jefe, etc. sin darse cuenta que esto
los despersonaliza por completo, bien podrían ser el Servilletero, la Cama o el
Cajón, es decir, hay muchos como ellos y con el mismo título que en ocasiones
también se puede relacionar con su función.
O peor aún, he
contemplado algunas discusiones entre parejas, que se sienten verdaderamente
ofendidas porque no son presentadas a las amistades del otro con su título
oficial y legitimador de novio/novia o esposo/esposa. Quizá sería más correcto
al menos determinarlas por alguna de sus actividades: la mujer que me hace feliz o el usuario frecuente de mi cama.
Por otra parte, muy
cerca de los títulos que les colgamos a las personas, encontramos a los apodos. Recientemente el bulling ha
viciado su uso, ya que es utilizado con la intención de humillar. Pero
originalmente resaltaba algún atributo o característica y algunos de ellos se
asignaban de manera cariñosa.
No obstante, que el
apodo tiene la ventaja de que al menos nos dice algo de la persona, en mi
perspectiva ambas formas de referirnos a los seres humanos es irrespetuosa,
toda vez que anula por completo su individualidad y soslaya sus atributos. ¿A
qué mujer le gustaría salir con El
Suavecito, La Gorda, El Gargajo, El Cochipuerco, El Pitufo, El Soplamocos, El Tigre,
Umpa Lumpa, El Coco, El Pedorro, El Marras, El Perro o alguno de esos
ingeniosos apodos que se les ocurren a los hombres? ¿O peor aún ser su esposa o
hijo?
Les he contaré mi
primera experiencia en el conocimiento de los apodos. En mi tierna infancia, en
uno de los primeros paseos familiares de que tengo recuerdo, viajamos a visitar
a mi abuela materna al estado de guerrero a un pueblito a la mitad de la nada.
Por supuesto todas las personas que ahí vivían se conocían de toda la vida y en
su rutina diaria se encontraban varias veces al día cuando acudían al molino, a
la carne, por el queso, petróleo, pan, etc.
Uno de esos días mi
abuelita le pidió permiso a mi mamá para que yo la acompañara a hacer sus de
adquisiciones que incluían un montón de visitas con sus conocidos y familiares.
Yo un poco asustada por la futura expedición le solicité a mi abuelita que nos
acompañará una niña vecina que además era mi compañera de juegos.
Así empezamos las tres
el recorrido, pasamos con don Titino por el pan, luego fuimos a la carne con
Don Pedro, la crema y leche con doña Petra, etc. Ya habíamos realizado la mitad
del recorrido y en cada uno de los lugares a los que acudíamos, mi abuelita me
presentaba como su nieta la más pequeña.
Finalmente pasábamos
por la casa de una señora muy social, que estaba enterada de absolutamente todo
lo que pasaba en el pueblo y siempre estaba ávida de más información. Al vernos
llegar, antes de saludar sus ojos curiosos nos inspeccionaron. Y sin más se
dirigió a mi pequeña amiga y la cuestionó: ¿Tú eres hija de la Marrana Echada y
la Mirinda?
Mis ojos se abrieron
como platos ante la sorpresa de saber que mi amiga era hija de un porcino y un
refresco de naranja, no daba crédito a lo que oía. En mi estancia en casa de mi
abuelita había escuchado cualquier cantidad de historia sobre brujas y nahuales
(personas que en la noche se convierten en animales), por lo que inmediatamente
imaginé el momento del nacimiento de mi compañera dentro de una camada de 12
puerquitos, seguramente en ese remoto lugar todo era posible.
Mi abuelita con toda
naturalidad y sin notar nuestra cara de sorpresa –porque mi amiga pareció
tampoco entender del todo- contesto que sí. Entonces la mirada curiosa de la
mujer se dirigió a mí y me preguntó: ¿Y tú de quién eres? Gracias a Dios mi
abuelita contestó por mí y le explicó que era su nieta la más chiquita y
resultó que yo también era hija de un nahual, puesto que mi papá era un Pollo
–quizá por eso siempre sentí que no encajaba en la escuela.
Escrito por: Lu Co
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