viernes, 1 de mayo de 2015

Disertaciones: De títulos y apodos

En la mayoría de las presentaciones, dícese del momento en que un conocido nos introduce con una persona hasta el momento desconocida para nosotros, es muy común que utilice la inofensiva frase: Te presento a mi amiga, mi hermana, mi novia, mi esposa, mi vecina, mi jefe, etc.



Al parecer esta frase es socialmente aceptable pero ¿lo es ontológicamente? Yo sé que la lógica de pensamiento nos hace concebir a las personas en relación a nosotros, sin embargo esta acepción anula completamente la esencia otro, entonces las personas con las que convivimos solamente son en relación con el vínculo que mantienen conmigo. ¿Es eso válido o simplemente es una forma del lenguaje?

La situación se agrava cuando el recién presentado nos introduce con una tercera persona y se refiere a nosotros como la amiga, compañera, vecina o lo que sea de su conocido, muchas veces (la mayoría) no se aprendió nuestro nombre, en caso de que éste haya sido mencionado.

Estas formas sociales, podrían percibirse como una falta de respeto, toda vez que no toman en cuenta que no es lindo referirse a las personas como objetos (la mesa, el libro, la botella) y dejan a un lado que todos los seres humanos somos algo más y tenemos muchas características más importantes que el vínculo que podemos guardar con las personas con que convivimos.

Para la fortuna de todos nosotros, cuando nacemos tenemos el derecho a tener un nombre el cual nos identifica y hace más específicos con los apellidos. ¿Porque no referirse a nosotros utilizándolo? Yo particularmente prefiero que quienes me conozcan me relacionen al menos con mi nombre (ya con el tiempo se darán cuenta de lo maravillosa que soy –aja-) y no me asocien a un título impuesto por mi relación con quien nos presentó.

Hay algunas personas, sino es que muchas, a las que les gusta que les cuelguen los títulos, particularmente si se trata de sus logros. Disfrutan mucho que les digan Doctor, Licenciado, Maestro, Comandante, Jefe, etc. sin darse cuenta que esto los despersonaliza por completo, bien podrían ser el Servilletero, la Cama o el Cajón, es decir, hay muchos como ellos y con el mismo título que en ocasiones también se puede relacionar con su función.

O peor aún, he contemplado algunas discusiones entre parejas, que se sienten verdaderamente ofendidas porque no son presentadas a las amistades del otro con su título oficial y legitimador de novio/novia o esposo/esposa. Quizá sería más correcto al menos determinarlas por alguna de sus actividades: la mujer que me hace feliz o el usuario frecuente de mi cama.

Por otra parte, muy cerca de los títulos que les colgamos a las personas, encontramos a los apodos. Recientemente el bulling ha viciado su uso, ya que es utilizado con la intención de humillar. Pero originalmente resaltaba algún atributo o característica y algunos de ellos se asignaban de manera cariñosa.

No obstante, que el apodo tiene la ventaja de que al menos nos dice algo de la persona, en mi perspectiva ambas formas de referirnos a los seres humanos es irrespetuosa, toda vez que anula por completo su individualidad y soslaya sus atributos. ¿A qué mujer le gustaría salir con El Suavecito, La Gorda, El Gargajo, El Cochipuerco, El Pitufo, El Soplamocos, El Tigre, Umpa Lumpa, El Coco, El Pedorro, El Marras, El Perro o alguno de esos ingeniosos apodos que se les ocurren a los hombres? ¿O peor aún ser su esposa o hijo?

Les he contaré mi primera experiencia en el conocimiento de los apodos. En mi tierna infancia, en uno de los primeros paseos familiares de que tengo recuerdo, viajamos a visitar a mi abuela materna al estado de guerrero a un pueblito a la mitad de la nada. Por supuesto todas las personas que ahí vivían se conocían de toda la vida y en su rutina diaria se encontraban varias veces al día cuando acudían al molino, a la carne, por el queso, petróleo, pan, etc.

Uno de esos días mi abuelita le pidió permiso a mi mamá para que yo la acompañara a hacer sus de adquisiciones que incluían un montón de visitas con sus conocidos y familiares. Yo un poco asustada por la futura expedición le solicité a mi abuelita que nos acompañará una niña vecina que además era mi compañera de juegos.

Así empezamos las tres el recorrido, pasamos con don Titino por el pan, luego fuimos a la carne con Don Pedro, la crema y leche con doña Petra, etc. Ya habíamos realizado la mitad del recorrido y en cada uno de los lugares a los que acudíamos, mi abuelita me presentaba como su nieta la más pequeña.

Finalmente pasábamos por la casa de una señora muy social, que estaba enterada de absolutamente todo lo que pasaba en el pueblo y siempre estaba ávida de más información. Al vernos llegar, antes de saludar sus ojos curiosos nos inspeccionaron. Y sin más se dirigió a mi pequeña amiga y la cuestionó: ¿Tú eres hija de la Marrana Echada y la Mirinda?

Mis ojos se abrieron como platos ante la sorpresa de saber que mi amiga era hija de un porcino y un refresco de naranja, no daba crédito a lo que oía. En mi estancia en casa de mi abuelita había escuchado cualquier cantidad de historia sobre brujas y nahuales (personas que en la noche se convierten en animales), por lo que inmediatamente imaginé el momento del nacimiento de mi compañera dentro de una camada de 12 puerquitos, seguramente en ese remoto lugar todo era posible.

Mi abuelita con toda naturalidad y sin notar nuestra cara de sorpresa –porque mi amiga pareció tampoco entender del todo- contesto que sí. Entonces la mirada curiosa de la mujer se dirigió a mí y me preguntó: ¿Y tú de quién eres? Gracias a Dios mi abuelita contestó por mí y le explicó que era su nieta la más chiquita y resultó que yo también era hija de un nahual, puesto que mi papá era un Pollo –quizá por eso siempre sentí que no encajaba en la escuela.

Tras terminar todas las adquisiciones de mi abuelita, regresamos a la casa. Yo estaba llena de dudas y mi amiga al parecer también porque inmediatamente corrió a casa de su abuelita, que era la vecina, supongo a exigir explicaciones sobre su sobrenatural origen.

Escrito por: Lu Co

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