Tengo la buena costumbre heredada por mi padre de llegar muy temprano a trabajar, lo primero que hice fue revisar el estatus en que se encontraba el susodicho envío, y para mi sorpresa este no había cambiado, la página del sitio me indicaba que seguía en tránsito.
Por supuesto que en mi correo ya tenía mi mensaje diario de “amor verdadero”, en el cual el gentil caballero inglés reafirmaba su amor para mi persona y me daba toda una serie de recomendaciones de lo que tenía que hacer con el dinero que contenía el susodicho paquete.
Alrededor de las 7:30 horas me llegó un aviso de la mensajería diciendo que en la aduana mexicana se habían dado cuenta que la caja contenía dinero y que éste había sido retenido, cosa que me pareció evidente porque algún día me dediqué a eso de los envíos y una de las reglas es no incluir ni comida, ni dinero, ni líquidos.
De igual forma en el correo me indicaban que me comunicara al número de un agente para que me orientara sobre lo que se debía hacer para “desatorar” la caja de regalos. En ese momento sentí un poco de alivio, toda vez que ya no tendría que cuidar el dinero de nadie, definitivamente es una labor que no es para mí.
Antes de marcar a la oficina de la mensajería, le llamé al propietario del paquete para hacerle saber que su caja estaba atorada en la aduana, pero el hombre no me contestó. Por lo que le marqué al susodicho agente y me contestó una voz masculina con acento extranjero y me indicó que debía pagar algo así como 2,800 dólares. A lo que yo me negué y le pedí me indicará en qué lugar estaba porque justo yo trabajaba en migración y en ese momento le iba a pedir a varios compañeros que se presentarán a averiguar el procedimiento adecuado.
El hombre enfureció y me dijo que era un profesional y que no era necesario, que él podía arreglar el asunto que lo único que debía hacer era depositar la cantidad solicitada. Me dijo que me llegaría un correo con el número de cuenta y la suma exacta que debía pagar.
Para esa hora de la mañana, mi oficina ya había cobrado vida y solicité a algunos de mis compañeros que laboran en ese puerto aéreo que se presentaran en la aduana y checar el contratiempo. De igual forma el caballero inglés ya se había comunicado conmigo solicitándome que pagara por su envío y que me devolvería el monto en cuanto estuviera en tierra (debo recordarles que se suponía estaba a la mitad del océano canadiense). Le aseguré que no debía preocuparse porque las autoridades de mi país ya habían sido alertadas y todo se resolvería.
El hombre perdió lo caballero y me envío un montón de mensajes presionándome para que pagara, incluso me escribió que debía seguir las instrucciones de “mi futuro marido” y dejar de cuestionar. Para ese momento yo estaba muy clara que era un vil y barato engaño, lo único que el hombrecito y su cómplice querían era que les depositara a una cuenta de Santander 40 mil pesos.
Llamé al banco para denunciar que sujetos estafaban a las personas y pedían que el dinero se depositara en una cuenta de su banco, lamentablemente me dijeron que ellos no podían hacer nada. Entonces me dirigí a la policía cibernética, que tomaron conocimiento del hecho y se comprometieron a hacer algo al respecto.
Dos días después del penoso incidente un amigo me envío una publicación del diario “Cambio” de Puebla en el cual una mujer narraba una experiencia similar a la mía y mencionaban que al parecer se trataba de un grupo de delincuentes dedicados a la estafa que contacta a sus víctimas en las plataformas sociales.
Reafirmé mi lección, porque ya en otras ocasiones me han intentado timar, JAMÁS DEBEN DEPOSITAR NI UN PESO A NINGÚN DESCONOCIDO, ni aunque les ofrezcan el boleto ganador de la lotería o una promesa de “amor verdadero”.
Escrito por Lu Co